lunes, 13 de julio de 2015

La huida

          Corro. Mis pies, descalzos y veloces, casi vuelan por encima de la suave hierba. Puedo olerla, mojada por el rocío. Zigzagueo entre los frondosos árboles, evitando sus cortantes ramas, con la agilidad propia de un puma. Oigo los pesados pasos de mi persecutor y el estruendoso ruido que hace al chocarse con todo lo que yo voy esquivando. Intento correr más. El viento silva en mis oídos y se cuela entre mi pelo, alborotándolo. Choca contra mis ojos semicerrados provocándome lágrimas que empañan mi visión.
          Llego a una zona pedregosa y mis pies se vuelven resbaladizos. Me invade un dolor que intento ignorar. Hay otras prioridades. Tengo que correr aún más. Noto su gélido aliento en la nuca. Se acerca. Aprieto el paso. He de huir. Intento que mis piernas se muevan más deprisa. Más, más, más. De repente el bosque se termina. Un gran acantilado aparece ante mí. Freno de golpe anteponiendo mi pierna derecha y levantando polvo. El aire me quema en los pulmones y respiro con dificultad. Mi corazón intenta huir de mi pecho con acalorados latidos. Echo una rápida mirada hacia atrás y lo que veo me sirve para tomar mi decisión.
          Tomo carrerilla y corro hasta el borde del acantilado. Salto sin dudarlo ni un momento y extiendo los brazos, recibiendo mi posible muerte, antes de que mi cuerpo se estrelle contra las olas. No me invade el miedo. Algo me da esperanzas. No se si será la brillante luz del sol poniéndose. Noto un crujido en mi espalda, como de cristales molidos o huesos rotos. Mi piel se abre dejando paso a dos brillantes alas negras. El mar se acerca hacia mí a una velocidad vertiginosa. Mis alas, aún entumecidas, se niegan a abrirse. Con algo de esfuerzo y con el agua a pocos metros de mí consigo extenderlas. Las extiendo y mi descenso frena de golpe. El aire las mece suavemente. Consigo alzar el vuelo y me siento al fin libre.

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