lunes, 26 de noviembre de 2018

Nada.


  Todo está oscuro. No soy capaz de sentir nada, ni siquiera mi propio cuerpo. Una sensación de claustrofobia me invade. Oigo mis pensamientos en bucle dentro de mi cabeza. Escucho mi voz soltando miles de frases que se superponen y confunden unas con otras. Cada vez suenan más caóticas, agobiantes, distorsionadas y chillonas, aumentando más y más la velocidad, la presión, el volumen... De pronto todo estalla en un haz de luz amarilla que se esfuma en una caída ligera y brillante de destellos que iluminan todo a mi alrededor.
           Me siento confusa. Los destellos se deslizan suavemente frente a mis ojos hasta acabar sobre el suelo negro y allí se quedan. Siento de pronto el peso de mi cuerpo, tan real que me abruma. Noto mis pies, descalzos, contra el suelo helado. Un escalofrío cruza mi espalda. Un destello rezagado toca mi brazo y una carga de energía inmensa recorre todo mi cuerpo, haciendo que mi piel brille unos instantes hasta desaparecer por completo. Vuelvo a estar completamente a oscuras.
           Repentinamente el suelo se ilumina únicamente en aquellos lugares donde mis pies lo tocan. Los muevo y la luz los sigue. Miro a mi alrededor, todo sigue negro. El viento silba y remueve mi pelo. ¿Donde estoy? Comienzo a caminar, lenta e insegura por no saber que tengo delante. Oigo un leve ruido a mi espalda. Me giro despacio y veo cuatro diminutas luces rojas a lo lejos. Se van acercando poco a poco haciendo un extraño baile totalmente arritmico, como saltando. Pongo toda mi atención en ellas, hipnotizada con el suave traqueteo que las acompaña. El ruido va incrementando su fuerza a medida que las luces se hacen más nítidas y grandes, poniendo todo mi cuerpo en estado de alerta. Todo para de pronto. El ruido también cesa. Sólo oigo mi respiración ahogada y siento todos mis músculos en tensión. Trascurren los segundos y nada pasa. Tengo la mirada clavada en el lugar exacto en el que han desaparecido. Hay algo extraño. El ambiente está aún más cargado. Escruto la oscuridad en busca de cualquier anomalía. Y de repente, lo veo. Dos penetrantes ojos me observan con una mirada de brutal ira. Oigo su respiración, fuerte e intimidante. Me quedo paralizada. Comienza a moverse, lento al principio. Camina hacia mi iluminando de rojo el suelo que pisan sus garras. Doy un paso atrás y al instante un  gruñido surca las distancia que hay entre la bestia y yo. Instintivamente echo a correr lo más rápido que logran moverse mis piernas. No puedo esconderme. No veo nada. Mis pies van dejando una senda de luz amarillenta tras de mi. Es imposible impedir que me vea. La adrenalina surca mis venas y el aire que sale y entra atropellado en mi cuerpo me quema los pulmones. No veo absolutamente nada delante de mí. Mis pies resbalan, pero eso no me frena. El miedo me impide pensar, solo corro. Busco desesperadamente una salida, un refugio, cualquier cosa que me mantenga con vida. Levanto la cabeza. En frente, otro par de luces amarillentas corren hacia mi.  Intento pensar. Piensa. Piensa. Piensa. ¡Piensa! Hago un pequeño giro hacia la derecha y las luces de en frente me imitan, colocándose a mi izquierda, en paralelo. Miro de reojo hacia atrás y otro gruñido me sobresalta. Aumento la velocidad. Un hormigueo recorre todo mi cuerpo mientas me concentro en seguir respirando. Tengo que pensar. Me mueva donde me mueva las luces amarillas siguen ahí. Empiezo a desesperarme. Estoy rodeada. Otro gruñido suena aún más cerca. Noto el suelo húmedo. Hay más cantidad de agua a medida que avanzo. Me llega hasta los tobillos. Avanzo cada vez más despacio. ¿Dónde me estoy metiendo? El ruido del chapoteo se intensifica con el eco. Esto no es bueno, tengo que salir del agua cuanto antes. Pero no veo ninguna salida. Si giro, iré directa a las luces amarillas y si doy media vuelta, me toparé de frente con ese... monstruo. Pero si sigo avanzando estoy perdida. Tengo que tomar una decisión. Cierro los ojos, como si sirviera de algo. De golpe giro hacia la izquierda. Abro los ojos. Observo como brillos dorados se van acercando a toda velocidad. Me lloran los ojos y el viento choca con brusquedad contra mi cara. Apenas puedo ver. Distingo con dificultad los haces de luz que se aproximan vertiginosamente. Me seco las lágrimas con el brazo y fijo mi mirada, intentando descubrir hacia quién o qué corro. Las luces, más grandes cada vez, iluminan la distancia, casi mínima, entre esa figura que ahora veo y yo.  Distingo dos ojos, marrones, como humanos. Estamos a escasos metros. Su pelo largo está algo alborotado y se pierde con la negrura que lo invade todo. Cuando el viento se lo aparta de la cara freno en seco.
           Me quedo petrificada. No puede ser. Solo unos centímetros nos separan y reconozco perfectamente sus facciones. Es más brillante, más etérea. Extiendo la mano. Hay una especie de cristal que nos separa. No entiendo nada. Frunzo el ceño y la figura me imita inmediatamente. Un gruñido desgarrador, seco, recorre la oscuridad. Me giro, recordando que no hay tiempo para esto.
           Está tan cerca que puedo oír su ronca respiración, sus pisadas, pesadas contra el suelo, su furia en la garganta en forma de gorgoteo. Veo sus ojos de bestia, rojos como las luces que acompañan sus pasos. Dudo si volver a echar a correr. Miro de nuevo hacia mi reflejo. Este cambia de postura y comienza a moverse sin que yo lo haga. Apoya su mano en la barrera invisible que existe entre nosotras e instintivamente hago lo mismo. El frío cristal se vuelve viscoso y proyecta una luz verdosa. Me tiemblan las piernas y temo perder la fuerza y caer. Su brazo atraviesa el cristal y coge el mío por la altura del codo. Miro hacia atrás justo a tiempo para ver como el enorme animal abre las fauces. Una fuerza descomunal tira de mi, introduciendome en el otro lado por el gelatinoso portal. Miles de pequeños fragmentos de cristal atraviesan mi piel mientras lo oigo quebrarse. Caigo al suelo, exhausta. Me doy la vuelta rápidamente y me pongo en pie.
          Nada, no hay nada, tan sólo oscuridad. Levanto las manos pero no las veo, casi ni las siento. Muevo los pies y las luces han desaparecido. Mi cuerpo empieza a desvanecerse, lo noto ingrávido, sedoso, suave. Dejo de sentirlo poco a poco entre un suave cosquilleo. Cierro los ojos.
          Nada.
          No hay nada.
          No soy nada.

Asfixia


          Hoy he vuelto a tropezarme. Ya lo sé, parece que no sé escribir sobre otra cosa pero mis momentos de tropiezo son, irónicamente, los de máxima lucidez. En esa milésima de segundo en la que mi cuerpo ha reaccionado recobrando el equilibrio, moviendo de forma inconsciente mis músculos y haciendo que vuelva a apoyar mi pie en el suelo, lo he sentido claro. Esta vez, en esa milésima de segundo, he deseado caerme. He deseado... caerme. Caerme. He deseado sentirme ingrávida por un segundo, como si se parase el tiempo y chocar con total brutalidad contra el suelo, como cayendo desde un sétimo piso. He deseado llorar, patalear y gritar como si no me importase la gente que me mira horrorizada alrededor, como una niña pequeña, como si no me quedase nada más. He deseado respirar el asfalto, la piedra fría, arrastrarme por el suelo arañando con las uñas la desesperación. He deseado sentir el dolor fuerte, fuera, como fuego sin humo que me quema los pulmones. He deseado vomitar el alquitrán negro que borbotea en mi garganta, asfixiada, llorar la tinta, lavar el alma. He deseado... He deseado... He deseado caerme.
          Pero no lo he hecho. He puesto mi pie, he parado el golpe, he tragado la vergüenza, he evitado la mirada de la gente y he caminado.

Tropiezo

          Hoy he tropezando unas 6 veces, probablemente por exceso de sueño o falta de cuidado. El otro día me caí. Un señor mayor me dijo que lo hice por no levantar mucho los pies del suelo y es verdad. Realmente no lo hago, nunca. Camino al ras, vivo a ras... Nunca levanto mucho los pies del suelo. Esto podría tener una bonita metáfora sobre que no sé dejar que las cosas vuelen o fluyan, que estoy obcecada en mirar por dónde piso y no a donde voy, que no vivo fijándome en mis metas y sueños y que siempre estoy anclada a una realidad concreta, a la tierra. Eso tristemente, no es cierto. Vivo más en mi nube que en mi tierra, pero soy descuidada. Aún así soy lo suficientemente precavida como para saber que darse la hostia desde la nube duele más que dársela a dos palmos del suelo, por mucho que esta situación se llegue a dar con más frecuencia. Todo lo dicho es una mera paradoja que no ha sido creada para ser entendida sino a casua de la falta de café, buenos días.