lunes, 26 de noviembre de 2018

Asfixia


          Hoy he vuelto a tropezarme. Ya lo sé, parece que no sé escribir sobre otra cosa pero mis momentos de tropiezo son, irónicamente, los de máxima lucidez. En esa milésima de segundo en la que mi cuerpo ha reaccionado recobrando el equilibrio, moviendo de forma inconsciente mis músculos y haciendo que vuelva a apoyar mi pie en el suelo, lo he sentido claro. Esta vez, en esa milésima de segundo, he deseado caerme. He deseado... caerme. Caerme. He deseado sentirme ingrávida por un segundo, como si se parase el tiempo y chocar con total brutalidad contra el suelo, como cayendo desde un sétimo piso. He deseado llorar, patalear y gritar como si no me importase la gente que me mira horrorizada alrededor, como una niña pequeña, como si no me quedase nada más. He deseado respirar el asfalto, la piedra fría, arrastrarme por el suelo arañando con las uñas la desesperación. He deseado sentir el dolor fuerte, fuera, como fuego sin humo que me quema los pulmones. He deseado vomitar el alquitrán negro que borbotea en mi garganta, asfixiada, llorar la tinta, lavar el alma. He deseado... He deseado... He deseado caerme.
          Pero no lo he hecho. He puesto mi pie, he parado el golpe, he tragado la vergüenza, he evitado la mirada de la gente y he caminado.

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